06 mayo 2008

control automático.

No se porque el Nico se fijó en mí, creo que no es la primera vez que lo digo. Nos conocimos en un paradero, hace un par de años, cuando yo no llevaba ni tres semanas en Santiago. Le pregunté como llegar al Golf, me miró y se largó a reír.

- ¿Huasa y mechona?

Me invitó a un helado de esos de a palito, y ni siquiera me pasé el rollo de que le hubiera gustado, porque ese día si que me veía atroz, entera cubierta en pintura y yemas de huevo. De hecho, no le gusté. El Nico pololeaba hacía tres años con una compañera de colegio, y habían entrado juntos a la Universidad. Yo me quedé callada, porque nunca había pololeado y no sabía nada de esas cosas, ni de los secretos guiños entre los pololos, ni del brillo sobrenatural que les brotaba de los ojos cuando hablaban uno del otro. En verdad era una huasa, una huasa mechoneada y perdida en una ciudad demasiado grande.

El Nico se convirtió en mi mejor amigo. Vi a la Negra, su polola, solo un par de veces durante los dos primeros años, y nunca escuché de ella un solo comentario que sugiriera celos. No suplí nada ni a nadie. Era la amiga, la huasita simpática con frenillos de colores que vivía en metro Moneda y estudiaba anatomía mientras caminaba por el centro. No le gusté ni un décimo. Yo moría de amor silencioso y guardado, esperando.

Cuando se cambió a mi U, yo y el Nico ya éramos algo. Nos dimos el primer beso ese verano, afuera de la direccion del tránsito, celebrando mi recién adquirida licencia de conducir. Nunca me había abrazado con tanta fuerza, con tanta intención de hacer notar sus brazos alrededor mio, su respiración al borde de mi cuello. No me preguntó nada, solo me sostuvo y me besó, como si hubiese sido una orden impuesta desde afuera, o un extraño rito de iniciación automovilística. Cuando me soltó, no me dijo nada, y me tomó de la mano hasta llegar a mi casa.

Nunca más me habló. Sustituímos las palabras por caricias, y mi verborrea pueblerina fue silenciada por la destreza de sus labios capitalinos. Y me perdió, y yo también me perdí dentro de su inmensa persona natural, dentro de su cabeza, de su humor escondido, de sus invitaciones a tomar helados a cien pesos que ya no volverían.

Cuando me dijo que no bastaba, yo estuve de acuerdo. A su lado yo era demasiado pequeña, una extensión de sí mismo, como una pestaña, o una uña. Nadie se enamora de su ceja, o de su ombligo. Simplemente están ahí.

Por eso que ahora que no tengo nada que hacer, que paso los días mirando por la ventana esperando que mi vocación perdida me salude rauda desde los aires, no me sorprendo si es que toca mi puerta y entra desprevenido. No es que sea tonta o que no entienda lo que esta pasando, pero tampoco es como que pudiere impedirle a su corazón que dejase de latir, o que su oreja dejase de escuchar, o, en este caso, que su pierna no se mueva cuando él así lo determine.

Y yo me muevo, automática.

1 comentario:

Anónimo dijo...

espero con ansias el siguiente. Día a día visito a ver si hay algo nuevo. Me intriga la historia.